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El hombre de las dos mil misas

Posted by Papudo | Posted on 12:25

La historia de Juan Carlos Zambrano ocurrió hace cinco años. Tomó en sus manos una moto y la estrelló contra un auto. Menudo detalle: el auto y la moto pertenecían al alcalde de Ñuñoa. Desde ese día, y gracias al padre Miguel Triviño, paga su error con misas. Pero no le falta mucho; sólo unos veinte años.

Era mediodía en Papudo, el sol pintaba colores, cuando Juan Carlos miró el reloj de la muralla, en el pequeño habitáculo donde los conserjes del edificio Bethania se cobijan para vigilar los departamentos. Tenía hambre, la hora de colación en los pueblos se respeta sacramentalmente, pero antes de ir, debía hallar a su “relevo”, no podía dejar la guardia. Miró unos minutos el suelo y recordó que sus compañeros estaban en los estacionamientos. “Oye, súbete, date una vuelta antes de que se vayan”, le dijo un colega. Lo pensó unos segundos, tenía claro que no sabía manejar, pero el circuito improvisado era tan pequeño, que sólo una fatalidad podría empañar su hora de almuerzo.
Ya está, dijo. Se montó en la motocicleta arenera y aceleró, mientras sus compañeros y el pequeño dueño de la moto, lo alentaban. “Si dejas de acelerar, la moto se apaga”, le advirtieron. Y cuando todos aplaudían las maniobras: ¡Plaf!
La moto se estrelló en la ventana del copiloto de uno de los autos estacionados. La familia, que en esos momentos cargaba el vehículo para regresar de las vacaciones quedó “lela”. Era el último día del verano de 1998.
“Mi papá se va a enojar”, grito el pequeño. La cabeza de Juan Carlos lucía un corte medio en la frente, eso, mientras el “chorro” de sangre oscurecía su vista.
“Alcancé a dar una vuelta chica, cuando empecé a acelerar y me di cuenta que no paraba. Yo frenaba la moto, pero la mano se me refalaba pa’ bajo, entonces la cuestión no paraba, hasta que me pillé con el auto de frente. Choqué mi cabeza con la ventana, quedé medio aturdido, pero cachaba todo lo que estaba pasando (sic)”, recuerda.
Pero el problema para él no era sólo el “choque” del vehículo y la moto, ni tampoco los puntos que suturaron su piel. El gran problema llegó cuando se enteró que el auto pertenecía al mismo dueño de la moto y propietario de uno de los departamentos del edificio donde trabajaba. “Y para terminar de rematarla, era el alcalde de Ñuñoa, don Pedro Sabat”.
En instantes su vida le recorrió en imágenes. Su sueldo, su trabajo y un “montón” de preguntas. ¿Qué voy a hacer?, pensaba en silencio, mientras un vehículo lo trasladaba a la pequeña posta que se encuentra camino a la Ruta 5 norte. Ahí entendió eso de Papudo: Un balneario con historia.
Y la historia, sin duda, debía sellarla un milagro. Sí, porque a estas alturas, sólo un milagro salvaría a Juan Carlos de la deuda, sólo un prodigio cambiaría el rumbo de su vida. El Espíritu Santo sería el único que podría salvarlo del infierno que significaba tener deudas y quedar cesante. Ni pensar en que Sabat se lo llevaría para conducir uno de los vehículos de seguridad ciudadana de Ñuñoa. No, ni pensar.

EL MILAGRO DEL PADRE MIGUEL

“Mi papá se va a enojar”, la frase se repetía incansablemente en su cabeza. “Y cómo vamos a pagar esto”, preguntaba tormentosamente Jessica, su pareja. “No sé qué va a decir Pedro”, le anunciaba la esposa del alcalde.
“Mi casa está enfrente de la posta, mi señora miró todo, pero le dio tanto susto que no se atrevió a cruzar para preguntar qué había pasado conmigo, ella es media “neuroastémica” (sic)”, cuenta Juan Carlos.
Y así comenzaron las preguntas. “Me dijeron que el arreglo de todo salía como dos millones trescientos, entonces me iba a costar mucho pagarlo, pero igual yo pagaba como sea. Pensé en pedir un crédito. No ganaba mucho como conserje, pero igual iba a hacerle empeño”.
El padre Miguel Ángel Triviño, cura del pueblo, se convirtió en el testigo que lo salvaría de todos los pecados. Juan Carlos nunca pensó que el hecho de no ir a misa y de ser “inactivamente católico”, jugaría a su favor. El hombre era de misa, pero cuando chico, era católico, pero cuando chico. “A veces uno igual se manda sus maldades, entonces como que da lata ir después”.
Desde su casa, el cura Miguel, observó todo. Un detalle que no sería menor en el desenlace de esta historia. “Yo vi volar a Juan Carlos de la moto, me preocupé porque pensé que era grave lo que había ocurrido. Después, cuando me enteré que estaba bien, reflexioné sobre su trabajo... imagínate, el pobre quedaría sin pega y más encima tendría que pagar todo”.
En esa época, el cura Miguel llevaba poco tiempo a cargo de la iglesia y se preocupaba de las labores sacerdotales, buscaba más fieles e intentaba acercarse a la comunidad.
Mientras, intentaba encontrar una solución. ¿Cómo podría saldar esta deuda? Simple, Juan Carlos lo pagaría con misas. Podría sonar descabellado en los oídos de un clérigo de más alto orden, qué pensaría el cura Medina, por ejemplo. Pero no importaba, en los pueblos las cosas son más simples y las pequeñas historia se convierten en grandes cuentos.
El nervioso Juan Carlos esperaba una respuesta. Semana Santa sería clave, en esos días “el alcalde” vendría a descansar a Papudo y seguramente le diría algo. Pero Juan Carlos no tenía la menor idea del plan que el cura Miguel había tramado.
Se esperaba la decisión de “don Pedro”, qué era lo que iba a determinar. El cura Miguel se reunió con el alcalde un fin de semana. Hablaron largo rato y entre bromas, decidieron el futuro de Juan Carlos. Ambos sabían que los daños tendrían un precio alto. “Le dije que Juan Carlos era un buen niño y que le hacía falta ir a misa. Podríamos decirle que vaya a misa, le dije al alcalde. Buena idea padre, me respondió. Podría pagar unas dos mil misas, continué, y me encontró la razón. Además que el hecho de ir a misa le serviría para el crecimiento de su fe, complementé mi propuesta”.
“Pagarás con dos mil misas tu error”, le dijo el cura Miguel Ángel. Mientras un incrédulo Juan Carlos lo miraba. “Hace tiempo que me alejé de la Iglesia, padre”, le contestó. “Es por eso que quiero que regreses y que mejor que ahora, en Semana Santa”, continúo el padre. “Yo soy católico desde chico”, le dijo. “Bien pues, no te costará nada volver al señor”, lo alentó el cura. El pacto estaba sellado, durante veinte años iría a misa: funerales, bautizos, todo para pagar la deuda.

LA TRILOGÍA GALÁCTICA

El alcalde Sabat cuenta que sus hijos intervinieron a favor de Juan Carlos, no podían permitir que se quedara sin trabajo, además tenían mucho miedo porque pensaban que su padre caería en cólera. “Él sufrió una tentación. La gente cree que es llegar y subirse a una moto. Entonces como este cabro no sabía manejarla, la moto se le fue contra el auto y la chocó”.
Pero la “tentación” de Juan Carlos fue “reflexionada” pausadamente por toda la familia del alcalde. “Hablamos de la fragilidad, de cómo por un condorito que uno se manda, puede arriesgar a su familia. Luego de todas estas conversaciones, decidimos perdonarlo. No podía cobrarle, además que era una porquería de plata”.
Desde el día de la sentencia, Juan Carlos asiste a la misa del domingo. A veces llega temprano y ayuda al padre con los “ornamentos”, en más de una ocasión le han ofrecido ser “apólito”, pero él cree que no está preparado para eso. Por el momento sólo le preocupan las misas. “Voy a bautizos y funerales que coinciden con las misas. Pero en todo caso, dejó de ser una obligación, ahora voy porque me gusta y lo siento”.
Así, Juan Carlos completó la “trilogía galáctica”, como él la llama. Su vida está marcada por tres episodios que jamás olvidara. Cuando pequeño jugaba en la línea del tren junto a un amigo. Pasaban horas “tirados” en la línea. Hasta que un día pasó el ferrocarril, pero ninguno de los dos lo escuchó. Hasta que comenzaron a correr apresuradamente y lograron salvar su vida, “fue un cuevazo”.
La otra es la de salvavidas. Fue en un verano, cuando el administrador del edificio le ofreció el puesto. “Lo único que sabía de primeros auxilios, lo había visto en Guardianes de la Bahía, pero mi jefe no lo supo hasta que terminó el verano. Yo estaba preocupado porque no quería que pasara nada, que no se me fuera a ahogar alguien. Me tiraba igual si no sabía nadar, aunque nos hundiéramos los dos”, repasa.
Pero la historia de la moto fue, sin duda, la que dejó los mejores recuerdos en su vida. El cura Miguel bautizó a su hija y con emoción ve como Juan Carlos se acerca cada día más a Dios. “Pero a veces me falla y lo encuentro en la calle y le grito: Oye Juan Carlos, qué pasó el domingo que no te vi”.
“Yo creo que me las cuenta, pero según mis cálculos, llevo como doscientas y tanto, mmm... harto me falta poh”, dice Juan Carlos.
No sin mostrar una sonrisa, está consciente de que serán largos años marcando la señal de la cruz en su pecho y comiendo una ostia al mediodía, pero ahora es un católico de tomo y lomo. Hasta hoy, Juan Carlos Zambrano cree que son mil misas, pero el padre Miguel lo rectificó, son dos mil. Suerte... y Amén.