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Un breve relato de Papudo.

Posted by Papudo | Posted on 17:35

18/04/10Bernardo Aguilera es radiocontrolador en el 102.5 del dial FM, la radio Universidad de Chile, y el otro día estuve conversando con él y poniéndole oreja a sus historias mientras el hombre movía perillas, pinchaba canciones y sacaba al aire el programa periodístico de la mañana.

A veces no queremos escuchar a nadie más que a nuestro propio murmullo, sobre todo en aquellos días en que la vida parece ofrecernos más de lo mismo. Pero hay mañanas en que el buen ánimo nos ocupa y nada de lo que está por ocurrir forma parte de ninguna planificación. Esos momentos son queribles, porque de un modo inesperado hacemos con gusto algo que más tarde recordaremos, por ejemplo, en el interior de una crónica como ésta sobre un balneario remoto, unas vacaciones infantiles y el recuerdo entrañable de nuestros primeros pololeos.

Bernardo Aguilera tuvo suerte. Más que la mayoría de los mortales. Veraneaba todos los años en Papudo, y desde que cumplió once años de edad ejercitó un rito magnífico. Pololeó con Lala una chica hermosa, según su memoria­ durante más de diez veranos consecutivos, de enero a marzo. Cuando se acababan las vacaciones se interrumpía la relación, y luego se reanudaba al verano siguiente, apenas Bernardo volvía a Papudo a encontrarse con Lala.

¿Qué sucedía el resto del año entre ellos? Nada. Ni un llamado telefónico, ni una carta, ninguna señal de que entre los dos había algún tipo de compromiso que los amarrara y les impidiera, por ejemplo, tener nuevas parejas. Al contrario: tanto Lala como Bernardo ejercían su derecho a meterse con quien quisieran sin tener que dar explicaciones. Hasta que llegaba el verano y volvían a pololear entre sí, de enero a marzo, con fidelidad encomiable.

La relación, está dicho, no ofreció mayores variaciones durante más de diez temporadas, pero en un verano de los años setenta Lala dejó de estar en la casa familiar acostumbrada, y tardó cuatro o cinco días en dejarse ver por Bernardo. "¿Qué te hiciste, Lala?", medio que le reprochó Bernardo. Y ella le contestó con palabras aceradas: "Es que me casé". Bernardo se quedó mudo. La vida real, pensó, es así: jodida a veces.

Lala y Bernardo dejaron de verse por muchos años. Hasta que un día, siempre en Papudo, volvieron a cruzarse. Esta vez, Lala iba flanqueada por dos muchachas adolescentes y distinguidas, ambas hijas suyas. A ellas les dijo: "Éste es Bernardo, de quien tanto les he hablado". Las jovencitas sonrieron, y Bernardo creyó ver incluso algo de picardía pero sobre todo cariño en el saludo de beso que las dos le prodigaron.

Lala era la hija menor de Justo Encina, pescador de Papudo por quien Bernardo sentía temor reverencial: "Un auténtico lobo de mar", recuerda, "superior en tamaño y en impostura a Hemingway". Con él, con Justo Encina, dice Bernardo haber sostenido la conversación más intensa de su vida: "Fueron tres horas sentados los dos en una roca, juntos, sin decirnos ni una sola palabra, mirando el mar y escuchando el rumor de las olas. Tres horas de mi vida que nunca olvidaré, y que se interrumpieron cuando Justo Encina se paró y me dijo hasta mañana, Bernardo".

Cuando puede, Bernardo va al cementerio de Papudo a encontrarse con la tumba de Justo Encina, el padre de Lala. Lo saluda en voz alta y se queda en silencio, mirando el mar. "Necesito hacerlo", cuenta: "No sé por qué, pero necesito hacerlo desde que el viejo se murió, hace ya más de treinta años.



Francisco Mouat